jueves, 2 de diciembre de 2010

2º PREMIO GÓNGORA - ANA NAVARRINA

EL VIOLINISTA DE LA ESTACIÓN

Aquella conversación me sorprendió y sigo pensando en ella de vez en cuando, cuando el sueño no aparece y me acompaña la vigilia.
Yo viajaba a Madrid, ciudad de sueños y esperanza para mí, con el corazón en un puño y un maletín con páginas impresas de mi novela. El editor con el que había contactado me había pedido que le entregara el libro en persona, así que yo había comprado un billete de tercera para Madrid y me había subido al tren sin detenerme ni si quiera a hacer las maletas.
Ahora viajaba sólo en aquel tren de madrugada, y mi mente ansiosa deformaba cada segundo hasta convertirlo en un mar de horas. Mi pulso rápido y mi silenciosa hiperactividad me hacían consciente de todo lo que ocurría a mi alrededor: el traqueteo del tren era un terremoto bajo mis pies; las gotas de sudor resbalaban por las sienes de un hombre de traje sentado frente a mí con sorprendente periodicidad: una gota, y otra, y otra…La señora que viajaba con él rascaba el tejido del asiento con sus largas uñas, resquebrajándose el esmalte rojo…casi era capaz de escuchar mis ojos, girando de un lado a otro con gran velocidad. Un tren de sonidos y sensaciones, tren de sueños.
Al llegar a la estación, eché a andar con nerviosismo hacia la salida, atropellando a varias personas por el camino. Sostenía el maletín en mi mano derecha, y pesaba, pesaba con el peso de toda la importancia que tenía, de todas las esperanzas que había puesto en su interior, de todas sus páginas de trabajo y realidad.
Junto a la salida de la estación había un violinista. Estaba de pie y se tambaleaba constantemente de un lado a otro, llevado por los impulsos de su brazo, y sus cejas se arrugaban sobre sus ojos cerrados en un profundo gesto de concentración. Movía el arco sobre el violín con maestría, lo hacía bailar, y la melodía, triste y sórdida, me hizo estremecerme. Había algo de amargo y mísero en su canción que frenó mis pies y sacó a bailar mi corazón en sus tristes brazos Miré a mi alrededor, pero el resto de los viajeros pasaban a mi lado de forma confusa e incoherente, sin detenerse, y poco a poco, la estación se fue vaciando, hasta que solo quedaron unas pocas personas que esperaban al próximo tren demasiado temprano.
Entonces, el violinista dejó de tocar, suspiró y abrió los ojos. Al encontrarme allí, me sonrió con cansancio y se agachó a recoger las pocas monedas de su funda.
- Disculpe – le dije carraspeando – la última canción que ha tocado me ha gustado realmente. ¿Cómo se llama?
El violinista miró hacia mí sorprendido, se levantó, me tendió una mano algo sucia y dijo:
- Encantado, soy Andrés.
Lo miré confuso mientras le estrechaba la mano y me pareció demasiado violento volver a preguntarle por la canción.
- ¿Sobre qué trata su novela? – me dijo entonces con jovialidad. Tenía un acento extraño, pero hablaba un perfecto español, y su voz curtida raspaba como la barba de tres días.
- ¿Cómo ha sabido usted que he escrito una novela?
- Por sus manos. Tiene usted manos de escritor, por haber sujetado mucha pluma y haber tecleado mucho a máquina. Yo tengo manos de violinista, ¿ve usted? De sujetar el arco y darle resina. Y tengo también manos de pobre, de no poder lavarlas.
Hablaba con total tranquilidad y sin dejar de sonreír.
- ¿No toca usted demasiado bien como para estar aquí, enterrado en una estación?
- ¿Me ve usted infeliz? – dijo con sorpresa.
- No, discúlpeme, no quería ofenderle…
- Amigo, yo toco para grandes masas. Toco para todos y para ninguno. Mi música es de paso, toco para gente con prisa que no tiene tiempo para escuchar. Toco para oídos sordos. Pero – miró a su alrededor – me gusta este lugar. Los trenes…los trenes vienen cargados de sueños que alimentan mi música y bailan con ella. Aunque, hasta ahora, nadie me los había traído en un maletín.
Su sonrisa enigmática me confundió aún más que su extraña felicidad. Negué con la cabeza y, pidiendo disculpas, me marché.

No quisieron mi novela.
Volví a la estación con nauseas, sintiendo el estómago al revés, roto y deprimido, sin ver el norte.
- Demasiado realista. Ahora se llevan los finales felices, la fantasía…ya sabe, los vampiros…
Pensé en las bocas que esperaban en casa a que las alimentara y sentí ganas de lanzarme a las vías.
Allí estaba el violinista, esta vez tocando una canción irlandesa, y su alegría me partía el corazón. Me senté a su lado, con la cabeza entre las piernas, y esperé. Cuando terminó de tocar, se sentó a mi lado y comenzó a dar resina a su arco con movimientos lentos, casi caricias, y su sonrisa.
- ¿Cómo puede ser feliz con tan poco? – le dije, desesperado, algo agresivo.
Ante mi sorpresa, se rió, y la risa le salía del fondo del pecho.
- ¿Piensa que tengo poco? – dijo, alegre – tengo más que muchas de las personas que pasan por aquí; tengo felicidad y estoy enamorado de mi vida. En mi opinión, tiene usted que aprender a querer. Porque querer a alguien es quererlo no solo ahora, como lo tiene usted delante, sino en su pasado y en su futuro. En lo bueno y en lo malo. Así que abrace usted su vida, amigo escritor, y quiérala. Ella siempre va a tener algo que ofrecerle. Usted es escritor, y por serlo, usted es sus novelas y sus protagonistas, como yo soy mi música. Aprenda a querer su vida con sus defectos y sus errores. Aprenda a querer.
Subí al tren envuelto en una nube de incertidumbre, acunando mi dolor, y el sonido del violín se fue apagando mientras el tren se alejaba de allí. Las palabras de Andrés, en cambio, siguieron sonando en mi corazón, iluminando la tristeza.
“¿No te das cuenta, escritor? Vivir…es amar”

2º PREMIO GÓNGORA
AUTORA: ANA NAVARRINA

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